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Crónica de un amor, un crimen y el diablo

El 17 de mayo de 1875 Soledad Güito fue llevada a juicio por asesinato de su patrón Ernesto Gutierrez, quien fue hallado muerto una mañana cinco días antes de la fecha, tirado sobre los fajos de heno en su propio establo, con un cuchillo clavado en la garganta.

—Ningún caso tiene negarlo—declaró la imputada ante el juez y la pálida viuda del fallecido—, yo maté al patrón clavándole en pleno pescuezo el cuchillo de cocina. No os molestéis en buscar cómplices, puesto que mi único compinche fue el diablo.

» El viejo era nefasto. Se embriagaba noche por medio y se entretenía metiéndonos a las empleadas las manos bajo la falda. Luego forzaba a su mujer aquí presente a la cama en un espectáculo que nunca fallaba en helarme la sangre. Es en parte por ella, a su vez que por mí, que me vi obligada a matarlo.

» El Diablo y yo éramos yuntas de hace años. Yo solía hablarle de ella, y era él un especial interesado en ponerle fin a la situación apremiante. Él aseguraba que no había hombre, ¡ni Dios mismo! Había querido a una mujer como yo quería a mi señora.
»Hace una semana atrás apareció en mi cuarto para informarme de su plan infalible para ponerle fin a nuestra, o, para no hacerme la santa, a mi propia miseria. Había de matarlo y esconder el cadáver, ¡pero esconderlo a medias! Porque al muerto lo tenían que pillar rápidamente. Yo no desobedecí porque si lo dice el diablo es por algo, y yo a él no iba a llevarle la contraria. Por la noche, cuando las penumbras me sirvieran de escondite, me dio el permiso de meterme en la cama con la señora. Eso, comprenderá, no era más que una indulgencia. Sí, me acosté a su lado y pasé la noche en su cama, pero puedo jurar que no le toqué ni un pelo; haberlo hecho sería resucitar en mi carne al nefasto marido. Lo que sí hice fue pasar la noche en vela, escuchándole sus suaves ronquidos. Ése, pensé, sería último pecado que habría de permitirme.

»Al mediodía del día siguiente, tal como el diablo lo había predicho, pillaron el cadáver, y cinco días más tarde el ama de llaves entregó el testimonió que serviría para declararme culpable.

» No procuro defenderme, pues el Diablo lo dejó ya bien claro: para cuando lleguen las cinco de la tarde del viernes, esta humilde servidora habrá sido sentenciada y me encontraré ante la horca que me dará muerte. Eso me lo dijo desde un comienzo, y quién será esta mera criada para cuestionárselo. No espero simpatía alguna, así que no me voy a andar dando el cacho de modificar el relato. Pueden terminar el juicio, poco me importa, mi declaración sincera es más bien para que la gente del pueblo tenga algo que cuchichear por un tiempo.

Ni uno de los presentes se atrevió a entregar testimonio a favor de la imputada, y ni la viuda dedicó a Soledad una mirada de empatía. Fue declarada culpable sin que ni su propia defensa le ofreciera oportunidad de salvación alguna.

Sin embargo, Soledad no murió el viernes, ni tampoco el día que le siguió. Al final de todo, el juez decidió que era mejor dejar a la culpable con vida que darle la razón al diablo.

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