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Mi historia de pandemia: descubrí como es “cosechar” mi propia comida.

TW: muerte de un animal

Me parece que hace mucho tiempo no dedico mi espacio en esta plataforma para comunicar algo personal, para tener un momento de expresión más cercana y sincera. Y debido a que el tema de conversación este mes es la pandemia, debo confesar que no estaba muy segura sobre qué escribir en un principio. A veces parece que lo único de lo que hablamos, leemos y escuchamos es el Covid-19 ¿verdad?, ¿qué podría contar yo que fuese diferente, dentro de ese contexto? Por supuesto que me ha sucedido un montón en el último tiempo, pero la mayoría de esos acontecimientos son tristes y, creo, todos estamos pasando por lo mismo, por lo tanto no sería interesante.  

Cambie de hogar nuevamente (una de las cosas que más me aterran, pero que me persigue de forma consistente), volví a ir a terapia, empecé un diario de vida para esos momentos de disociación en los que pierdo la memoria temporalmente (algo de lo que me gustaría hablar en otro momento)… Pero lo que me gustaría contar en esta oportunidad es quizás tan crudo y emocional como eso, pero prometo que es lo suficientemente diferente como para hacer un cambio de perspectiva.

Pienso que esto de la cuarentena ha sido el gran ecualizador de la humanidad en al menos un aspecto: cambiar nuestros puntos de vista en, mínimo, una cosa. Que esto haya sido para bien o para mal es algo debatible, y es difícil encontrar en la adversidad puntos positivos la mayoría de las veces, pero cada uno hará el ejercicio de decidir si cambió su perspectiva de la vida para bien o para mal.

Entonces, ¿qué cambio experimenté que es tan interesante como para compartirlo con ustedes? Me comí un animal, pero yo lo maté. Fueron 3 gallos jóvenes. Libres, eran 5 de la misma edad. Los dos restantes viven, mi abuela cría gallinas libres por sus huevos desde hace años ya. Hoy mismo por la mañana, una gallina llegó con una bandada completa de pollitos rechonchos recién eclosionados que probablemente ya estén crecidos de un par de semanas cuando lean esto. 

La cantidad de aves se estaba volviendo un problema considerando que el dinero no abunda en estos tiempos de enfermedad y desempleo, y que aparte de comer bastante, las gallinas ya no ponen como en los meses más cálidos. Muy a mi (hipócrita) pesar, puesto que sí como con alegría las cazuelas de pollo de campo que prepara mi abuela, se decidió que tres gallos iban a ser comida. No pensé mucho en ello porque pensé que no me involucraría. No fue así.

El día en que mi mamá y yo matamos a los gallos, no tiene nada de especial excepto por eso. Tengo un grave problema con la incapacidad de decir que no, incluso cuando la ayuda no me es pedida específicamente, por lo que en el momento de ponerse manos a la obra sin pensarlo casi tenía puesta una polera roja (un presentimiento que obedecí y que agradezco) y estaba buscando la forma de hacerlo. Ninguna de las dos lo había hecho antes, aún cuando es algo común en el
sur de Chile. O lo era, al menos. La gente suele criar animales para el consumo todo tiempo.

Cuando entramos al gallinero para tomar al primer gallo, no fue difícil, pero es impresionante lo tranquilo que se puso una vez ya estaba en brazos. Lo pusimos en un tronco, como todo internet (y la sabiduría popular de la zona) decían. Resulta que romperle el cuello a un gallo no es tan fácil como lo hacen ver los campesinos de toda la vida. Es una habilidad entrenada, y no podíamos intentarlo y fallar en el proceso porque el animal sufriría, y nosotras también. Sabíamos que teníamos que agarrar las alas porque después de muertos, aletean. Sonaba casi poético, cuando
todavía no sabía lo que eso implicaba en la práctica.

Cuando el cuchillo terminó de cortar el cuello las alas del gallo se batieron TAN fuerte, que no pude sostenerlo. Su sangre estaba por todos lados, y creo que es lo único que recuerdo de forma vívida: el olor de la sangre del animal. Horrible, metálico, amargo. Doloroso. No recuerda en nada a la comida, no te llama el apetito. Miré a mi madre y sólo teníamos lágrimas en los ojos. Yo no quería nada más que vomitar y podía sentir mis palpitaciones en los oídos. No fue más fácil las
dos veces siguientes.

El proceso de limpieza de un pollo de campo que es sacrificado para ser comida empieza con lavarlo con agua hervida para quitar las plumas. Participé del proceso (que también huele horrible, por cierto) sintiendo que le hacía daño a los “cazuelitos” como les llamamos post mortem, diciendo en voz alta “no les duele, ya no les duele”. Mi abuela se encargó de la preparación de la carne. En ese momento yo ya estaba en la ducha y en un estado de disociación.

Creo que esa noche ha sido la peor de este año, no dormí nada escuchando los cacareos en mi cabeza, el sonido del cuchillo sobre los cuellos de las aves, el olorde la sangre grabado para siempre en mi memoria. Por desgracia, mi olfato es bueno y creo que no se me va a olvidar nunca eso.

Al día siguiente lavé la sangre de mis zapatos y… no pude comerme por completo el “cazuelo” servido en la mesa. Lo probé, y tenía el sabor de un pollo de campo. Acostumbrada a comer los pollos hiper procesados que llegan a mi mesa sin que yo sepa la procedencia, esto era muy diferente, demasiado para mí. Tenía sabor a vitalidad. Lo había visto correr, era fuerte y gritaba con fuerza en la mañana. Se sintió como comerse a un amigo; intenté honrar su memoria dándole las gracias y comiendo tanto como pude, pero finalmente no fue tanto como se me había servido. ¿La reflexión que saco de todo esto? Pues tengo sentimientos encontrados. Esto es algo tan común y tan criollo, tan propio de la vida de campo, algo que acompaña a mi familia desde siempre. Como carne, y aunque no con frecuencia realmente, no puedo decir que mis manos están limpias en cuanto a sangre de animales se refiere. Pero esto fue duro. Si la única forma de comer carne fuese cazando mi propia comida, me lo pensaría diez veces. Me cambió la forma de ver los alimentos de origen animal completamente; ahora sé que hay un sacrificio MUY real e impactante detrás de todo ello.

No me planteé este texto como una campaña para hacer que no comas carne, querido lector. Sólo quiero que seamos más agradecidos con el regalo de la vida que nos dan nuestros compañeros. Incluso en lo peor de la pandemia, estás aquí con la energía que otro ser vivo te dio. Honra a ese animal o planta que te mantiene vivo. Ahora que lo he vivido de primera mano, creo que es muy importante

 

Ilse Mendoza

Amante de la literatura antigua y medieval, seguidora de Dionisio, fascinada por el caos. Nacida en Santiago, el invierno de 1996. Literata más teórica que práctica, estudió en la universidad Alberto Hurtado. Gusta de escribir cosas cortas, pero con impacto; la inspiración o no llega nunca, o llega mucha y de golpe. Colaboradora de la revista Diversas desde el año 2020.
ilsemendozapavez@gmail.com

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