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La cena

Era martes y su marido estaría fuera hasta tarde: cena de negocios. Cuando la idea de salir se posó en su mente, las manecillas del reloj rozaban las siete de la tarde. Como sospechaba, la ciudad había naufragado en uno de sus curiosos interregnos. Al otro lado de la ventana, la tibieza de la tarde preludiaba un vasto verano. Soportar la soledad de un plato se le antojó un esfuerzo innecesario. Ordenó telefonear a su hermana y se citaron en un concurrido restaurante del centro. Una hora más tarde, la asistenta le avisó de que el taxi se encontraba en la puerta del edificio. Perfectamente arreglada, la señora K se acomodó en el asiento trasero. El restaurante no quedaba lejos, y para cuando llegó, su hermana la esperaba ya en el vestíbulo. 

El camarero las instaló en una mesa para dos, entre una ventana y unos hombres trajeados. El blanco de sus camisas reavivó un recuerdo en su mente. El señor K también había acudido en alguna ocasión a aquel lugar para cerrar sus tratos. Sin embargo, aquellos antecedentes no evitaron el sobresalto que sufrió al reconocer la figura que se encontraba a tan solo dos mesas. Sus nudosos hombros, siempre tensos bajo la chaqueta del traje, lo delataban. Tardó unos segundos más en asimilar la silueta femenina que acompañaba a su marido. La sorpresa flotó un instante, se petrificó y golpeó con violencia a la señora K. 

—¿Estás bien? —preguntó su hermana—. Parece que hubieras visto un fantasma.

Ella no contestó. La mirada se le había enquistado en aquella imagen. Su hermana se dio la vuelta. 

—Espera, ¿es tu marido? Parece. Pero no, ¿no?

—Sí. 

—¿Qué hace con ella?  

La mujer que acompañaba a su marido le resultaba desconocida. Lucía un vestido verde y un rostro joven y definido. Las luces titilaban y con ellas temblaban las perspectivas y el segundero. El tintineo de los cubiertos y la música del lugar se alejaron. La mujer alargó su brazo de odalisca e interceptó a un camarero. Momentos después, el camarero regresó con una botella de vino y la descorchó con parsimonia. La señora K observó como su marido servía el líquido púrpura. Lo hacía fluir en el interior del cristal de bohemia con la misma facilidad que la conversación. K apartó la vista y vio su grosero reflejo en la ventana. Sus ojos eran viejos y su cuerpo una masa de carne amarillenta que se había derretido con los años.  Su hermana comentó algo que no escuchó. Hurgó en su bolso, sacó el móvil y marcó su número. El tono de la llamada sobrevoló la mesa. Entonces vio cómo su marido comprobó la pantalla, colgó y puso boca abajo el teléfono. 

—Señora, ¿y para usted?

No había advertido que les estaban tomando nota. 

—¿Perdón? Sí… Lo mismo que ella… Disculpe, ¿el servicio?

—Al fondo a mano derecha. Tiene que bajar las escaleras. 

Le dio las gracias con un ademán de cabeza y una frase musitada. Arrastró la silla con torpeza hacia atrás y se tambaleó un instante sobre el tacón. Examinó la sala en busca del aseo. Solo veía paredes, manteles y los esmóquines de los camareros danzando de un lado a otro. Tardó demasiado. En la mesa de su marido inauguraban ya el postre: una delicada Tarte Tatin. La última luz del día acuchilló el lugar y se derramó sobre la botella de vino esmeralda. El móvil boca abajo y el perfil de la mujer resplandecieron. Las indicaciones del camarero se evaporaron y la señora K no pudo evitarlo. Cruzó la sala como una exhalación. 

—¿Caroño? —el asombro y la tarta que no había tenido tiempo de tragar ensuciaron la pronunciación de su marido.

La señora K calló. Agarró la botella de vino y la vació sobre él. El líquido salió a ruidosos borbotones. El pelo y la camisa supuraban alcohol púrpura.

—¡Pero qué te pasa en la cabeza! —. Se quitó el líquido de la cara con una servilleta de tela—. ¡Estás loca! ¡Loca! Me cago en todo. 

El aire se solidificó imponiendo un asfixiante silencio. Una decena de diminutos ojos vibraban expectantes a su alrededor. La mujer se encogió en su silla. Miró al señor K, quien aún frotaba con ímpetu la camisa para recomponer su apariencia. Luego alzó los ojos hacia ella. K pensó que tenía el aspecto de un animal deslumbrado por los faros de un coche. Fue en ese instante cuando concibió la forma que tendría su venganza. 

Enfiló la puerta del restaurante. 

—¿A dónde vas ahora? ¿Quieres escucharme? ¡Ella no…!

Se precipitó hacia la calle sin escuchar el final de la frase. Caminaba a contracorriente, buscando ávidamente el coche de empresa de su marido. Volvió la cabeza un segundo. Su hermana, el señor K y la mujer estaban ahora también en la calle. De pronto lo vio. Impoluto y reluciente bajo la luz de la prematura Luna. La señora K sacó las llaves de su propio coche y las blandió como un puñal. Brillaron un instante y luego se precipitaron sobre su víctima.

¡Para! —exclamó su marido.

Tarde. La primera estocada había hecho un gigantesco e irregular arañazo a lo largo y ancho de todo el capó. K volvió a descargar su furia con otro arañazo. Arrancó parte de la pintura con un agudo chillido. 

  • ¡Está loca! — chilló la mujer — ¿Pero qué le ha hecho a mi coche?
  • ¿Tu coche? ¿Ahorra es vuestro coche? 

El desprecio de sus palabras flotó un instante en la cálida noche. Un motor surcó la calle y se perdió en la distancia. El señor K suspiró.

  • Es su coche. Todos los de mi departamento tienen uno igual. 

La señora K quedó petrificada. Las llaves se helaron entre sus manos.

  • Ya te había dicho que era una cena de negocios —añadió su marido

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