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Una buena vida

“Debes agradecer que has tenido una buena vida”, me han dicho varias veces, como respuesta a cualquiera sea el dolor o emoción problemática que sienta. 5 minutos después de una crisis: “lo bueno es que estás bien, y que no tienes cosas tan graves como los demás”. 

Y a veces, me lo repito llorando en el baño, mirándome al espejo, como si fuese una fórmula mágica para sentirme mejor. 

Tuviste una preciosa infancia.

A excepción de un recuerdo que me devuelve al completo pánico. Ese día eran algo así como las 8 de la mañana y en lugar del desayuno sólo había el sonido sordo de un llanto detrás de la puerta del baño. El pánico en un corazón diminuto que ve en la persona que debe protegerle, un peligro inminente. 

La confusión de mi mente que apenas ha descubierto el mundo, cuando “madre querida” entre gritos no aprobó mi dibujo nuevo en la pared. A veces esas figuras protectoras adultas son hogares seguros, y otras veces observadores severos de mis movimientos, impredecibles y castigadores. La mayoría del tiempo, algunos de ellos no están. ¿Dónde están?.

¡Pero tuve tantas cosas bonitas!

Juguetes y animalitos de peluche para distraerme de que cuando mamá suspira significa que no puedo conversar con ella. Debo guardar silencio y mantener el orden. Si ella lleva el pelo suelto, todo está bien, pero si se lo ha recogido, es seguro que pase lo que pase, hayan gritos ese día. Papá dice que no hay buenos días, con una severidad que hace sonar su exclamación como un dogma insondable, inescapable. 

Ocultando hasta el más mínimo error, caminando sobre terreno inestable. 

Vuelvo a mirarme en el espejo, me lavo la cara, respiro profundo. Intento convencerme de que siempre elijo recordar los detalles más escabrosos de esos años, y dejo fuera tantos otros buenos recuerdos. 

Pero debe haber una buena razón por la que recuerdo mi infancia tanto como algo lindo y, al mismo tiempo, como la lucha constante de sobrevivir a otro día sin un reto o un castigo. La lucha por simplemente ser adecuada para el temperamento de mamá, tan cambiante como una marea. Yo siempre parecía ahogarme en esa marea. 

Repito en mi cabeza: “Tienes la suerte de tener esta vida tan buena!” 

Excepto por esas ocasiones en que se burlaron de mí en la escuela, humillación, tras humillación, tras humillación. Yo lo soporté en silencio y me tragué las lágrimas con orgullo. El silencio y la apariencia de calma son mi medalla por soportar lo disfuncional en casa. Siempre fui mi propio pilar emocional y, en ese momento, estaba orgullosísima de eso. 

No importa que debido a eso ahora pague con constantes crisis, ¿verdad? Porque fue una infancia preciosa. 

Y no me faltó nunca nada. Nada que no fuera la seguridad de un abrazo maternal y la protección paterna. 

Nada que no fuera un sentido de identidad. 

Pero seguro que muchos niños tuvieron experiencias infinitamente peores que la mía, entonces no es para tanto. Porque yo tuve momentos felices. 

¡Porque yo incluso, ya creciendo, pude conocer el amor!

Entre secretos, paredes, escaleras de emergencia. Entre cartas escondidas y un corazón que palpita tanto por la emoción como por el pánico de ser descubierto. Pero es normal, siempre pensé que era normal. Yo había escondido mi personalidad e identidad y la había confinado a una parte remota de mi mente en favor de una máscara para lidiar con los problemas de afuera, y sólo la dejaba salir en mis notas y diarios supersecretos. ¿Porqué sería diferente el amor?

Entonces mi adolescencia fue hermosa, como mi familia dice, y lo fue, sólo si quitamos todos esos años de personalidades reprimidas, y sexualidades de closet. 

Esos hermosos recuerdos de miradas rápidas y secretas. De mentiras discretas y escapadas de recién enamorados. Y ante cualquier prohibición de estar cerca, más fuerte se hacía ese sentimiento. El miedo de ser descubierta haciendo lo que se supone que no debo vive en mí desde recién nacida, aprendí a vivir en las sombras desde que puse un pie aquí. Y amé así hasta que no pude soportarlo. 

Y entonces también fue una experiencia preciosa. Aparte de poner en duda mi literal declaración de no-heterosexualidad. Aparte de los platos rotos. Después de todo eso, y de miles de preguntas incómodas, fue un lindo momento. 

Yo no tengo de qué quejarme, sin embargo estoy aquí llorando frente a un espejo. 

Estudiante universitaria exitosa con una vida perfecta. ¿Por qué lloro? ¿Con qué derecho? 

He decidido romper el estigma de mi propio dolor para poder sanarlo. Puede que sea cierto, yo no tuve una vida terrible, yo no viví en la precariedad como otres. Pero si viví en la marginalidad, sí viví en el trauma. Yo sí viví en la manipulación, y los efectos de mirar hacia el lado y no actuar, ahora hacen huella en mí. Si dejo de observar mi pasado con los ojos de otres, puedo encontrar alivio y respuestas con los míos.

No voy a escapar de mi pasado y voy a encontrar la seguridad que necesito. 

A pesar de todo, me miro al espejo y siento que vale la pena darme una verdadera buena vida.

Ilse Mendoza

Amante de la literatura antigua y medieval, seguidora de Dionisio, fascinada por el caos. Nacida en Santiago, el invierno de 1996. Literata más teórica que práctica, estudió en la universidad Alberto Hurtado. Gusta de escribir cosas cortas, pero con impacto; la inspiración o no llega nunca, o llega mucha y de golpe. Colaboradora de la revista Diversas desde el año 2020.
ilsemendozapavez@gmail.com

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