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Historias de cuarentena: «Perplejo»

Despierto después de un sueño extraño y mi habitación sigue estando oscura. Miro hacia la ventana, pero no veo ningún rastro de la luz del sol intentando colarse por ella. No tengo idea de qué hora es. Puede que lleve horas dormido y esté a punto de amanecer o que apenas hayan pasado quince minutos desde que me acosté. Eso es lo que me gusta de dormir, cuando menos lo imaginas ya estás en tu quinto sueño y cuando lo imaginas aún menos ya está sonando Sweet Child O’ Mine en la alarma de tu celular. Quizá eso explique porqué estos últimos meses se han sentido como años enteros. Quizá todo es realmente un sueño producto de una muy mala resaca de año nuevo. Quizá es por eso que todo se siente tan irreal. Quizá. Quizá. Quizá.

Por la mañana me sirvo una taza de cereal y me siento frente al televisor para ver el noticiero de la mañana. Hasta antes de que comenzara el aislamiento era muy rara la ocasión en que me sentaba a ver el televisor. Los únicos momentos en que lo hacía era cuando me encontraba en la sala de espera de mi dentista para uno de esos chequeos de rutina, pues prefiero mirar el programa de concursos en turno a leer una de esas revistas de espectáculos que parecen estar en cada sala de espera de cada negocio del país y que tienen tantos años como los propietarios. O en la lonchería que frecuentaba todos los días para comer, pues doña Luz, la dueña, es fanática de todas esas telenovelas que transmiten a partir de las tres de la tarde. Pero ahora, desde que comenzó el aislamiento, mirar las noticias se ha vuelto prácticamente una obligación.

Las imágenes son las mismas de siempre: gráficos de la propagación de la enfermedad, que parecen subir y subir y nunca bajar; tomas de la ahora desierta ciudad otrora atestada de gente, una que otra escena de paramédicos ataviados con grandes trajes blancos y mascarillas especiales cargando algún enfermo fuera de su casa. Las mismas imágenes, día tras día. Todo se ha vuelto increíblemente cotidiano. Pareciera que desde que comenzó el aislamiento los días no han hecho más que repetirse incansablemente. Quizá eso sea lo que realmente ocurre. Quizá todos estamos atrapados en un bucle de tiempo como en esa película de Bill Murray. Quizá en realidad somos extras en alguna película que continúa repitiendo la toma porque el actor principal no puede recordar sus propias líneas. Quizá. Quizá. Quizá.

Cuando termino de desayunar me preparo para ir a trabajar. Lavo la taza y la cuchara de mi cereal, me cepillo los dientes, relleno de comida el plato de Pucho, mi perro, y le cambio el agua, tomo mi mochila, me coloco un cubrebocas y salgo de la casa. Al hacerlo me encuentro un folleto con esa frase que ya se volvió un mantra en estos días. «Quédate en casa», leo en mi mente con la voz del vocero de la Secretaría de Salud y no puedo evitar sonreír ligeramente. «Perdóneme subsecretario, pero tengo que comer», digo para mí mismo mientras paso sobre el folleto y continúo caminando.

En el camino me encuentro a doña Eugenia en su recorrido de siempre, con una careta hecha en casa. Le pregunto cómo va la venta de yakules y me dice que ahí va, igual que siempre, pero que desde que Juan, su marido, perdió su empleo a causa de la contingencia, ahora tiene que andar más horas y tocar en más casas para que les rinda el dinero en lo que él consigue un nuevo trabajo. Le pregunto por qué no ponen un puesto de comida, que al cabo los dos saben cocinar y me dice que no lo había pensado, que lo va a consultar con Juan. Entonces me despido de ella y me dice que está bien, que me vaya con cuidado y me cuide, porque justo ahora el bicho está pegando más fuerte. Sigo hasta el final de la calle, giro a la derecha y llego al contenedor de la esquina.

Alguien dijo alguna vez que la basura de uno es el tesoro de otro y en mi actual trabajo ese dicho no puede tomar sentido más literal. Pocos lo imaginan, pero el negocio de la basura es el de mayor demanda de esta ciudad. Y es que con el número de personas pobres doblando el número de contenedores y aumentando cada día por aquellos que como yo pierden sus trabajos a causa de la contingencia no nos damos abasto, por más basura que se genere aquí.

Por supuesto, hay que tener cuidado mientras se busca dentro del contenedor pues lo menos que se quiere es encontrar una bolsa llena de pañuelos, mascarillas y todas esas cosas que pueden transmitir el virus. Según me contaron eso mismo le ocurrió a un señor de la Insurgentes mientras buscaba dentro de un contenedor sin protección y a las dos semanas se lo llevaron porque presentaba síntomas, sólo para informar que había fallecido una semana después. Es por eso que además de la mascarilla utilizo un par de guantes de invierno y un palo de escoba para hurgar entre los desechos y sólo toco aquello que me sirve. 

La mayoría de las personas busca plástico y cartón porque es lo que más se encuentra. Sin embargo, yo prefiero buscar latas y otros envases de aluminio, pues no se necesita tanta cantidad para recibir un buen dinero a cambio. También mantengo el ojo abierto por cualquier otro residuo que pueda ser valioso. De vez en cuando te encuentras algún objeto raro que te asegura un poco de dinero extra si sabes dónde venderlo, como televisores viejos, juguetes, libros, etc. Justo hoy la suerte me sonrió y encontré una vieja máquina de escribir que al parecer alguien tiró porque con el tiempo había perdido gran parte de sus teclas. En el lugar de antigüedades al que la llevé me ofrecieron quinientos pesos por ella, y como yo no sé de máquinas de escribir los tomé sin hacer contraoferta.

Ya para el atardecer, después de vender las demás cosas, vuelvo a mi casa, no sin antes comprar un pollo rostizado y unas menudencias para Pucho aprovechando los quinientos pesos. En el camino recuerdo el pequeño incidente que ocurrió mientras esperaba mi turno: una pareja que rondaba los 50 años se negó a entrar al lugar con cubrebocas con el argumento de que, como no se ve, es imposible que la amenaza exista. 

Una vez en mi casa ese razonamiento vuelve a mi cabeza. Aunque una parte de mí lo niega, la otra parte duda. ¿Y si la pareja tiene razón? ¿Cómo se puede temer a algo que ni siquiera se ve? A pesar de que las noticias hablan todo el tiempo de ello, lo único que he escuchado son rumores, como el del señor de la Insurgentes. Ninguno de mis vecinos está infectado y no sé de ningún conocido que haya muerto por eso. ¿No es esa cantidad que ha fallecido por la enfermedad la misma que muere cada año por la violencia? ¿Cómo es que una se considera pandemia y la otra no? Quizá los videos de conspiraciones tengan razón. Quizá este virus es un invento de los gobiernos para desviar la atención de los verdaderos problemas. Quizá China realmente lo creó para controlar el mercado global. Quizá. Quizá. Quizá. 

Mmm, creo que pienso demasiado. Este aislamiento realmente ha comenzado a afectarme. Tal vez debería dejar de pensar tanto y poner la mente en blanco por un momento.

¡Puaj! No pensar en nada es aburrido, no entiendo cómo otras personas lo logran. Creo que mejor buscaré alguna forma de mantenerme distraído. Podría releer alguno de mis libros, quizá esta vez logre entender ése de Cortázar que tanto me cuesta. O podría jugar con Pucho un rato, que hace tiempo que no juego con él. O podría ver las noticias de la noche mientras me ceno el pollo.
Sí, creo que eso será.

Después de cenar apago el televisor y me voy a la cama. Quizá mañana encuentre una radio vieja entre la basura y me den otros quinientos pesos por ella. Quizá mañana las noticias anuncien que la enfermedad ha desaparecido milagrosamente y todo mundo está curado. Quizá mañana por fin despierte de este extraño sueño.
Quizá. Quizá. Quizá.

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