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Historias de cuarentena: «Desde el balcón»

Victoria, una viejecita que cuando la pandemia la obliga a quedarse en casa, ahora todo el día,  observa a los demás desde su balcón, como pasa la vida, llora al pensar en el pequeño futuro  que le queda y en lo que quiere hacer y disfrutar antes de partir… 

Victoria vivía en una de las pocas vecindades que quedaban en la ciudad, no era una vecindad  muy pobre, pero tampoco era la mejor vecindad en la que se podría desear vivir. Aparte de que  era lo único que podía pagar con la escasa pensión que recibía. La casa de Victoria era  pequeña, solo vivía ella y su perro, la mejor compañía a su parecer. 

Cuando tuvo que «encerrarse» en casa por al pandemia, tuvo tiempo de más para observar a  las personas, tiempo de reflexionar sobre su vida y el futuro. 

Su casa tenía un balcón, le gustaba salir a él y sentarse en un banco cuando los cálidos rayos  del sol comenzaban a calentar la mañana al mismo tiempo que calentaba sus manos llenas de  arrugas y su cabeza blanca por las canas. Le gustaba observar como la ciudad comenzaba a  despertar y como se iba tornando ruidosa, solo ahí, cuando el ruido era muy fuerte, y  comenzaba a irritarla, se metía a su pequeño hogar. 

Su perro «Archie» siempre la esperaba dentro, pues era muy perezoso y un tanto viejo como  ella misma. Se sentaba a comer en la diminuta mesa que tenía, ocupaba una de las dos sillas  que había, pues una de ellas, la había dejado desocupada su marido hace ha varios años.  

Victoria amaba la música, le encantaba escuchar «La vie en Rose» en la voz de Edith Piaf, la  hacía sentirse romántica, le recordaba el dulce amor que tuvo con su amado esposo. Bailaba  en el aire con pasos lentos, imaginando que lo hacía con él. 

Cuando todo se tornaba más tranquilo, volvía a salir a su balcón, ahora el sol era más radiante,  pero podía ver cómo pasaba apurada la señorita Martha, la cuál siempre llegaba puntual a las 

3:20 p.m a su casa, donde cuidaba a su madre y su hija, Victoria deseaba tanto hacer tenido  una hija, tal vez, así no se sentiría tan sola en días como éste. 

Al salir al balcón, también observaba a don Pancho atender su pequeña tienda, a la cuál cada  día iban menos personas a comprar, pues nadie tenía dinero a causa de la pandemia. En uno  de esos días de contemplación, vió como cerraba tristemente doña Luisa su «fondita» a la cual  ya no iba nadie y era el único sustento de su familia. 

Victoria se entristecía por cada una de esas personas, le dolía ver cómo de empobrecían, como  esa enfermedad arrebataba a seres amados de los brazos de sus familias, como sus amigas  con las que solía tejer en el parque, habían tenido que ir a tejer nubes al cielo ahora. Victoria se  entristecía por ellos, pero también por sí misma.  

Esa era su rutina de todos los días… Hasta que un día se dió cuenta, de que su vida se iba en  contemplar a los demás a través de ese pequeño balcón, lloraba al pensar en su vida, en su  juventud:  

–Sabes Archie, es triste ser una anciana y darte cuenta de que no fuiste nadie y estás sola. 

Su fiel perro, era el único espectador de ese triste monólogo, y aunque no le respondía, sus  ojos y sus orejas expresaban que la estaba oyendo, y quizás, que también se lamentaba por  ella. 

–Me casé siendo muy joven, amaba a Arturo con mi alma, y mi vida siempre estuvo junto a él. A veces se detenía para aclararse la garganta y para contener un poco las lágrimas. 

–Toda mi vida fui una joven que se quedó tras de su marido, nunca hice nada Archie, solo me  quedé con él. Y ahora, lo único que hago es ver a los demás en éste triste balcón.

Tal vez su vida se había reducido a eso: a convertirse en una espectadora de la vida. 

Antes, se sentía jovial yendo con sus amigas al parque que estaba a una cuadra de ahí, solían  platicar, tejer algo, dar de comer a los pajaritos y compartir recetas. 

Ahora, de esas amigas, solo quedaba una, las demás habían sido arrebatadas de su lado a  causa de la enfermedad que azotaba el mundo entero. 

Victoria siguió con su monólogo, ahora llorando:  

–Cuando era joven, tenía tantas ganas de recorrer el mundo, de navegar sobre el mar, de  correr tanto hasta que mis piernas de cansaran. ¡Oh Archie! Ahora mis piernas se cansan sin  que camine ¿Cómo pienso correr así? 

Tuvo tantos anhelos para su vida, hubiera deseado ser un poco más feliz. Lloraba porque veía  a los demás a través de su balcón y se lamentaba el no ser un poco más joven, lloraba viendo  como la señorita Martha se consagraba a su hija, veía el amor que recibía de ella y se sentía  triste por si misma, porque estaba sola. 

Lloraba aún más cuando desde su balcón, podía escuchar los gritos que pegaba el marido de  doña Luisa, y se lamentaba de que fuera una esposa incomprendida, y una madre tan  abnegada, que soportaba sus humillantes gritos. Se sentía afortunada de haber estado casada  con un hombre comprensivo y amable, al menos eso reconfortaba su alma: ella fue amada por  su marido, el cual nunca le gritó a diferencia de doña Luisa. 

Desde el balcón, veía a los niños correr y jugar, le daban ternura y melancolía, eran niños  inocentes, niños que también estaban encerrados en sus casas, y algunos ni siquiera  comprendían porque lo estaban. 

Victoria solo esperaba que su vida aguantara para ver el final de esa enfermedad, para volver a  ir al parque y ver volar las aves, las cuales, en sus alas, se llevarían sus pesares.

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