Puedo decir muchas cosas sobre mi madre
como que es acuario
y que su nombre significa «de los bosques».
Podría decir también que le gusta el helado de piñón
pero que le aburren las comedias.
Es más, incluso puedo hablar de esas noches,
de las noches en las que no me dejó dormir sola
porque tenía mucho miedo,
y aunque ya fuera una niña grande,
a ella no le importó.
Lo cierto es que a mi madre también le debo
mi manera de ser tan aprehensiva
porque mi única obligación era sacar diez
(aunque yo sabía que la calificación
no le importaba tanto como mantener
la beca del colegio privado en el que me inscribió).
Mi madre, la que poco me abrazó cuando yo era niña
y que sólo una vez en mi vida me pegó,
pero a cuyos ojos enojados aún temo
porque más que enojo guardaban decepción.
Muchas cosas puedo decir de mi madre,
como que le gustan los vestidos bonitos
aunque no los zapatos de tacón.
Gracias a ella, cuando adolescente,
me hice muy consciente de mi cuerpo
y entendí que nunca sería lo suficientemente bonita
si no era lo suficientemente delgada.
Ahora, es toda amor ella,
tal vez fue la distancia la que nos ayudó
a ver las cosas de otra manera
y reconocernos entre nosotras mejor.
Es real que a mi mamá
tampoco la abrazaron de chiquita
y, aunque rebelde quiso ser cuando escapó,
sólo replicó los patrones de su educación.
No sé si mi madre entienda
porque estoy tan enojada
ni porque estoy tan triste,
ella cree que a esas emociones
no se les debería prestar mucha atención;
yo sólo quiero abrazar a mi madre
chiquita
y decirle que ya estoy trabajando
en romper la herencia maldita,
en esa que la dejó medio vacía
y que a mí nunca me ha terminado de llenar,
que todo va a estar bien,
que sí, que nos va a doler,
pero que si no me libero yo,
¿habría valido la pena todo?