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Historias de cuarentena: «¿Dónde está mi mascarilla?»

Me tomo el último trago. El paso de la cerveza fría por mi garganta sabe casi tan bien como la libertad. Ya han pasado varios meses desde el confinamiento y ahora estoy en una terraza con mis amigos. Este momento trae esperanza, pero, al mismo tiempo, ofrece un contraste de vivencias presentes y pasadas que resulta abrumador.

Me levanto de la silla para irme a casa; me despido entre bromas y risas, y empiezo a caminar hacia mi destino. Cuando llevo recorridos unos cuantos metros, me empiezo a dar cuenta de que la gente me lanza miradas de reproche. No comprendo qué es lo que ocurre, hasta que la brisa que recorre mis mejillas, hace que se encienda una luz en mi cabeza. No llevo puesta la mascarilla. Me sobrecojo y empiezo a buscarla en los bolsillos, el agobio se apodera de mi cuerpo, la mascarilla no está. Coloco el brazo sobre mi boca y sin pensarlo empiezo a correr. No sé cuán producente es esto, pues la gente me mira más y peor que antes, pero mi casa está cerca, y cuantía de la multa es más dolorosa que la mirada desconcertante de unos desconocidos.

Dejar que se pierda una mascarilla en la calle favorece la contaminación del entorno, así que, además de los nervios no puedo evitar sentir culpa hasta que doblo una esquina y mis convicciones ecologistas se quedan en pausa. Hay un furgón policial aparcado en doble fila. En ese instante mis pensamientos se transforman en un terror que me deja paralizada, mis capacidades cognitivas se quedan estancadas en una especie de arenas movedizas, de las que no pueden escapar. Me intento calmar. El miedo no deja espacio para el raciocinio. Observo que los policías están hablando y, lo más probable, multando, a un grupo de personas. Me desplazo a la acera de en frente y me agacho ocultándome entre los coches estacionados. Me siento como en una película de acción, cuando los agentes secretos deben pasar, con extremo cuidado y agilidad, por una fila de rayos láser para llegar a la caja fuerte. Sigo caminando a gachas, cuando, por fin, llego a la siguiente calle. Corro lo más rápido que puedo. Aún no me termino de creer que haya evitado a los agentes. La euforia me hace sentir imparable, creyéndome un animal mitológico, por encima de las capacidades humanas. 

Poco a poco estoy acercándome a mi casa. Nunca había sentido tantas ganas de llegar. Parece que estuviesen cayendo bombas intermitentemente y mi piso fuese un refugio antiaéreo. Doblo otra esquina. Por fin avisto mi edificio y corro sin parar. Los pulmones me van a reventar. Llego a la puerta y abro el bolsillo interior de mi mochila para buscar las llaves. Las manos me tiemblan tanto que hasta me cuesta sacarlas. Cuando al fin logro sacarlas me llevo una ingrata sorpresa, las llaves están enredadas con mi mascarilla.

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