BASADO EN UNA CUARENTENA REAL.
Lunares en los pies, axilas, nariz, dedos, nalgas y otros lugares en donde no me alcanzo a ver. Generalmente solo uso playeras con mangas largas, gorra, lentes de sol, mi único pantalón roto de mezclilla y calcetines de todos los colores que pueda conseguir, aunque los rosas siguen siendo mis favoritos. Por supuesto que no me da pena usarlos en público, ya que ni siquiera salgo de casa, o bueno, al menos no a la luz del día.
Xerodermia pigmentosa, o XP por sus siglas, no es tan mala como suena. Es una rara enfermedad que afecta mi piel, causando un defecto para poder recuperar las células del ADN dañadas por la radiación ultravioleta. En otras palabras: soy alérgico al pinche sol. Eso me obliga a estar la mayor parte del tiempo en casa
Estudié la universidad por correspondencia en lenguas y literatura hispanoamericanas. Sé hablar quechua, aymará, portugués, guaraní y español por supuesto. Actualmente trabajo como traductor en una editorial y asesoro a escritor@s que quieran expandir sus escritos. Así es como funciona, me mandan sus textos y yo desde mi oscuro y confortable departamento lo transcribo al idioma que necesiten. Me gusta mucho este trabajo: mi laptop, unos cuantos diccionarios, mucho helado y lo mejor, sin tener que ver a alguien más. No es que no quiera a mi familia, pero me es muy cansado y un poco fastidioso responder las mismas frases de rutina: “lamento tanto que estés pasando por esto” o “Dios hace las cosas por algo” o mi favorito “podría ser peor”. La compasión y lástima son un asco.
En fin, mi rutina es tan predecible, me despierto a las cuatro de la tarde, trabajo todo lo que pueda, voy a la cocina por algo de comer cada 25 páginas traducidas, leo algún libro de todos los que me manda mi hermano y me duermo entre las siete u ocho de la mañana del siguiente día. O bueno, al menos así era.
Un virus llamado Covid-19 se propagó por todo el mundo. Los gobiernos recomendaron no salir de casa para la prevención de contagio del virus. Escuelas, centros comerciales, oficinas, restaurantes, parques, aeropuertos, todo vacío para finales de marzo. Excepto mi edificio, ese estaba lleno. Enseguida noté la diferencia, mayor ruido de las mascotas, risas, más luces en la noche y en el amanecer, música a todo volumen en momentos inesperados e impredecibles. Generalmente no me molesta eso último, pero a veces como chingan.
Estoy en la sala entretenido con un nuevo trabajo que me mandaron. Es un cuento. Me levanto por otra manzana y alguien capta mi atención enseguida del otro lado de mi ventana, alguien que nunca antes había visto. Está sentado en el marco de su ventana, sus piernas salen a la calle.
En cuanto él me sonrió noté sus enormes, amarillos y desalineados dientes. No es que yo me fije en ese tipo de detalles de las personas, pero podría verlos a kilómetros.
Lo saludo. Él me saluda y se toca dos veces su garganta con su dedo y mueve la cabeza de un lado a otro. Dice que no. Inmediatamente lo entiendo. Es mudo.
No sé qué hacer, le hago señas de que me espere y voy corriendo a la cocina, tomo dos tazas y trato de repartir el poco helado de vainilla que me queda. Regreso a la ventana y me alegra de que siga ahí, pero esa alegría desaparece cuando observo que se aleja rápidamente de la ventana, debí imaginarlo, ¿quién aceptaría un helado de un vecino desconocido? De pronto levanto la mirada y ahí está él mostrándome dos galletas alargadas de chocolate y su cuchara. Le doy su taza y él pone una galleta en la mía. Como no se me había ocurrido esa combinación antes. Sabe tan bien.
Empezamos a disfrutar el helado en silencio y con gestos de aprobación.
Lo que me agrada de él es que es el primero que no me pregunta sobre mi apariencia física, aunque no pueda hacerlo, agradezco mucho que no haga el esfuerzo por mantener sus ojos en los míos, así como todos los demás. Me escanea, como si contara cuantos lunares tengo solo en la cara.
Termina el helado, me devuelve la taza, me hace una señal de agradecimiento con la cabeza y se va. Generalmente no me gustan los silencios incómodos, pero este no fue incómodo. Y sí me gustó.
EPÍLOGO
Tengo 74 años, l@s de bata blanca se siguen sorprendiendo y me siguen diciendo que soy el de mayor edad en tener XP. No es que sea un triunfo, pero me siento orgulloso por lograrlo.
Alguien se acerca con dos tazas de helado y galletas de chocolate en ellas, la mascarilla y la anestesia no me permite distinguir quién es, pero siempre me trae el mismo helado de vainilla.