Si vives en Santiago, o alguna otra ciudad donde el pasado octubre de 2019 el estallido social se vivió con intensidad, entonces seguramente estarás de acuerdo en que cambió las dinámicas sociales desde la raíz. Las calles, normalmente llenas de desconocidos, ahora se encontraban llenas de vecinos, una sensación que muchos de nosotros no conoce. Habiendo crecido en una ciudad llena de edificios gigantes en las que jamás conoces a las personas que viven cerca de tí más allá de un saludo tímido en las mañanas en el ascensor, ver de pronto a tantas personas unidas por una misma causa, caminar por las calles sin la sensación de alienación y desconocimiento del otro usual, fue una sensación nueva, vigorizante, que hacía sentir que algo realmente estaba cambiando a nivel social.
Tras los cabildos en las plazas y las multitudinarias marchas, los vecinos comenzaron a sentirse más cercanos, y las personas ya no eran una amenaza al caminar por la calle. Estar rodeada de personas en las calles del centro dejó de ser una señal de alerta para convertirse en una sensación de compañía, de seguridad. ¿Cómo es que nos acostumbramos a temer la presencia de otras personas cómo nosotros?.
No quiero mentir y decir que el apañe que se sentía en las calles es la solución a todos los problemas sociales, ni la panacea a temas como la delincuencia, la violencia, o incluso el cuidado a los espacios públicos, porque no lo es. Pero sí puso estos temas en perspectiva: ahora podía salir a la calle sin cambiar la vereda cada vez que un desconocido se acercaba, y tampoco pensaba en las horribles formas en que podría atacarme alguien por la noche, ya sea para asaltarme o algo todavía peor. Las personas que me rodeaban dejaron de ser un enemigo invisible, una masa sin identidad, y en suma, estar rodeada de gente me hacía sentir segura.
Entonces, reflexionando sobre este tema, saltó la idea de otras cosas que volvían los espacios comunes un lugar violento: los carros de policía, los fusiles de los militares, las bombas lacrimógenas, las lumas, los pacos en una estampida de rabia y represión contra quienes pudieran atrapar. El recuerdo de estar en una marcha sosteniendo una pancarta un minuto, y al siguiente estar de cara a una pared intentando respirar entre la tos y el ardor de los ojos, corriendo a ciegas tomando a mis seres queridos de la mano para salir a salvo de esa situación es uno que nunca olvidaré; incluso teniendo plena conciencia de que mis experiencias el pasado octubre no son ni de cerca tan terribles como las de otras personas que asistieron a las marchas. Yo no perdí mis ojos, ni fui herida de gravedad, pero muchos otros sí. Es algo que nunca debemos olvidar, si pretendemos construir un futuro diferente. Los rumores de estaciones del metro cerradas convertidas convenientemente en centros de tortura, cada vez tomando más sentido (si bien, no han sido probadas ni desmentidas del todo) cuando veíamos al gobierno desesperado por encontrar al “culpable” de todo, jamás entendiendo que era Chile, todo el país, el que exigía un cambio; las personas desaparecidas, heridas, o muertas en situaciones inexplicables tras una detención. Las figuras del paco o el milico, que deberían ser un símbolo de seguridad y protección, probaron una vez más, y a la vista de todos, ser lo más abrumador y violento para “el pueblo”, atacando sin discriminación a personas mayores, estudiantes y manifestantes pacíficos que únicamente gritaban y levantaban pancartas. Antes de que sucediera el “despertar de Chile”, jamás me habían apuntado con un arma. De pronto, en menos de un mes, ya había sucedido más de una vez. La primera fue, de hecho, el primer día de toque de queda. Mientras caminaba de vuelta a casa por la tarde, y tras participar de un cacerolazo a una cuadra de allí, no esperaba que al escapar de los milicos estos estuvieran persiguiéndonos con sus armas. Incluso estando ya todo el mundo en sus casas, seguían apuntando y amenazando a las personas, muchas de las cuales se encontraban de hecho regresando a sus hogares. ¿Realmente puede considerarse heroico el actuar de personas que, con armas en las manos, disparan a aquellos que simplemente caminan por las calles hacia sus casas? ¿Cómo podría alguien confiar más en esos monstruos acorazados, dispuestos a dispararle a la señora que vende el pan, a las personas que volvían del trabajo, a las familias que volvían a casa tras un día de fin de semana?
Quisiera dejar abierta la reflexión para otros y otras, sobre cómo es que hemos dejado a una policía que nos violenta y nos tortura, pasar campante por encima de todos sin darnos cuenta y exigir un cambio hasta que se habían perdido ojos y vidas. ¿Hasta dónde es legítima la ley, cuando ha violentado a quienes debería estar protegiendo? ¿Podemos contentarnos con que velen por los intereses de unos pocos? ¿Te sientes seguro al lado de aquellos que se supone están ahí para protegerte?