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Militancia, activismo y emociones; una trinchera en construcción.

Estos últimos años, hemos sido testigos de cómo nuestro país ha estado en constantes cambios y movimientos, tanto individuales como colectivos:  revolución feminista, estallido social, plebiscito, nueva Constitución y recientemente una pandemia que nos llena de incertidumbre. Una montaña rusa de sensaciones que se desintegra y vuelve a integrar. Un constante luto y nacimiento con nuestra idea de mundo.  Porque al final del día; hay mundo y amanece. Es en este escenario donde el activismo ha tomado protagonismos históricos en nuestras vidas de distintas formas. Personales y políticas, como también en las colectivas; asambleas, coordinadoras, juntas de vecinos, partidos políticos, coaliciones, foros, conversatorios, etc, o algo tan simple,  como es, juntarse con amigues a resistir y repensar el mundo. 

Todo bajo una misma convicción; ser partícipe del mundo nuevo que se está creando.

Lo mencionado anteriormente produce cosas, nos hace sentir cosas, un malestar, una satisfacción, o incluso nada. Algo sentimos, pero a veces esto puede llenarse de razón y es ahí, donde la presión del activismo con la funcionalidad propia de un neoliberalismo pujante se separa de la emoción. Alejándonos así de nuestro propio mundo emotivo, que  parece no ser parte de lo políticamente correcto, en una sociedad donde acostumbramos a esconder nuestro mundo emotivo. 

“La política es sin llorar y lo personal es político”, ideas fundamentales que se contraponen en el activismo, pero ¿es posible pensar y accionar el activismo sin el mundo emocional?, ¿se puede hacer política sin llorar? 

Si lo personal es político y las emociones son personales, se vuelve entonces un acto político el mostrar las emociones en el activismo y el colectivo, emociones que son reflejo de nuestro sentir en sociedad, donde aquella emoción se entiende y se co-construye en relato con un otro.  

Las emociones nos conectan con el mundo. Un mundo que también está viviendo sensaciones entrelazadas, y es en este juego compartido de sentires, donde estamos accionando. Reconocer y naturalizar las emociones en el activismo humaniza la política, nos acerca a la base esencial de cualquier pensamiento liberador del mundo. Creemos en el desarrollo de un sociedad mejor, donde estemos todas y todos, y para eso es fundamental reconocernos sin juzgar, sin tener miedo a las emociones que van apareciendo en esta dinámica, pues estas tienen una funcionalidad evolutiva que nos pueden ayudar a repensar mejor nuestro activismo

¿Cómo sería nuestro accionar político actual sin las emociones válidas que nos produce la pasada dictadura militar de Augusto Pinochet? Aquellas reacciones emotivas hoy nos mantienen alejados de un legado político fascista, casi como un acto de sobrevivencia.

El estallido social del 18 de octubre, fue una manifestación emocional de una ira incontrolable en la población frente a las desigualdades que no nos permitían vivir con tranquilidad. Aquella conducta de salir y quemarlo todo fue una conducta sana, catártica. Éramos nosotros queriendo vivir, pues, habíamos visto en peligro el desarrollo de nuestra existencia, que va más allá de las necesidades básicas, una existencia íntegra, de cuerpo, mente y espíritu. Y cuando hablo de espíritu, no hablo de un dogma religioso, sino del desarrollo propio, lo que nos hace sentido, lo que reside en el pensamiento; el espíritu reside en la psiquis donde el mundo afectivo y emocional son soporte. 

El activismo, cualquiera sea su forma, es una responsabilidad colectiva, lo que sucede con nosotros, influye en la vida de los demás, no reconocer nuestras emociones o esconderlas en un espacio tan importante, donde existen decisiones que influyen en la vida del otro es casi un problema ético que hace que nos alejemos de la realidad. Y el activismo que se aleja del mundo, comienza a sólo activar para la minoría que está convencida, pero sus consecuencias alcanzan niveles colectivos, las consecuencias llegan a las personas, a los barrios pobres que están desbordados de emociones por las experiencias que significa vivir en la desigualdad y violencia, por ende, nuestro simple actuar, va a influir en la vida de un otrx. Si creemos en un mejor mundo, donde las personas en su conjunto seamos las y los protagonistas, tenemos que reconocernos en nuestra dimensiones y capacidades. Y no sólo algunas, sino que todas, parte de estas, son la capacidad emocional. 

Nos emociona el mundo, y es normal, nos da alegría la esperanza de un lugar mejor. 

Nos llena de rabia y tristeza la desigualdad, esta última nos muestra que, si algo nos produce estas sensaciones, significa que ese no es el camino por seguir, y un claro ejemplo de aquello, es el neoliberalismo, que lejos de entregarnos alegrías, sólo nos produce ira, tristeza, sorpresa y aversión entre nosotros, precisamente porque se centra en la productividad material del individuo, olvidando que el ser humano tiende a lo colectivo y a lo psíquico.  

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