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La pesadilla de la salud mental en Chile

Era el año 2016. Estaba estudiando el segundo año de una carrera que no llegué a terminar, antes de cambiarme a literatura. Los problemas con mi desempeño, el miedo al fracaso, la pena por ser una decepción para los demás, y demases propios de la vida universitaria, me tenían agobiada. Había terminado el año académico hace unas semanas, pero yo no dejaba de sentirme mal. Se lo conté a una compañera, me dijo que era normal. Que en los años que seguirían hasta que egresaramos, siempre sería así. Es cosa de fuerza de voluntad, si quiero ser médico veterinaria algún día, es algo que tengo que soportar, pensé.  

Pero llegó enero, y yo sólo me puse peor y peor. Un día en la mañana, sentí que las cosas a mi alrededor estaban separadas de mí, que yo no era real. Tenía una sensación de angustia que no se iba, aunque estuviera completamente tranquila e intentando relajarme. Decidí ir al médico, porque pensé que eso ya no podía ser normal. 

Aquí comienza una larga travesía de tropiezos y males. Para conseguir una hora de salud mental en el sistema público no basta con llamar y nada más: comienzas levantándote a las 6 de la mañana para llamar al consultorio y pedir una de las escasísimas horas médicas de ese día. Hay aproximadamente 20, para cientos de llamados. Sólo atiende un doctor por sector. 

Si la línea ya está saturada y no consigues llamar, tienes que esperar hasta el día siguiente y repetir el proceso, posiblemente por más de un día. Si consigues una hora, debes llegar 15 minutos antes de la atención para avisar en el mesón de atención central, pero no te atenderán hasta una hora y media o dos horas más tarde de la hora que has agendado. Te tienes que armar de paciencia, algo que yo no tenía en ese momento. Por fortuna, conseguí una hora temprano y entonces no tuve que esperar mucho tiempo, pero no suele ser el caso. 

Sale la enfermera, dice mal mi nombre. Me acerco y le digo que soy yo, ella me lleva a la pequeña consulta del doctor. Sin mirarme ni decir nada, abre la puerta, y yo entro. La salita es pequeña, casi claustrofóbica, y está llena de posters antiguos del MINSAL y papeles fotocopiados con avisos para los doctores. El equipamiento es viejo, los sistemas fallan. Me siento y el doctor me pregunta que me pasa, así que le explico lo que siento. Él sólo asiente y escribe lentamente en su computador, como intentando comprender el software que está utilizando. Se equivoca un par de veces. Esto explica porque se atrasan tanto las horas.  

Me dice que cree que tengo un cuadro clínico de depresión y, sin explicar nada, me da una receta para sertralina y un papel para llevar al SOME, donde debo pedir una hora de atención psicológica. Sin la autorización del médico de turno, no puedes pedir una hora por salud mental. Tomo la hora, hago la fila para obtener la medicina, y vuelvo a casa. Comienzo a tomarme las pastillas. 

Casi a los dos días, noto que no siento ganas de dormir. Las pastillas funcionan pero no de la forma que esperaba: no puedo sentir nada más que mi corazón latiendo fuerte, y un rush de energía que nunca desaparece. No es que me sienta menos angustiada, pero sí me siento más activa y eso me permite fingir de buena forma que puedo seguir teniendo una vida normal. Veo al psicólogo, quien me pregunta qué dijo el doctor, anota en su computador lo que le digo y asiente, dándole la razón. Me dice que debo seguir tomando la pastilla y que iré con él una vez al mes. Pasan 5 o 6 meses: no veo mejoría, estoy cada vez peor, y ahora que volví a la universidad tengo constantes crisis de pánico. La pastilla me causa una especie de “chispa” en la cabeza, como si mi cerebro hiciera corto circuito cada vez que escucho un sonido fuerte, muevo la cabeza, o mis extremidades; una sensación horrible e incómoda, que el psicólogo dice ser algo pasajero pero que mi propio cuerpo dice que debe detenerse. Le digo que ya no aguanto la sensación, y me dice que entonces deje la pastilla y continúe sólo con la terapia. En menos de 24 horas de dejar la sertralina, los efectos secundarios se vuelven mucho peores y busco en internet si es normal, ya desconfiando de todo lo que el psicólogo me dice. Ahí me entero de que dejar la medicación de golpe es lo peor que podía hacer, pero ya es tarde. Me tardo dos semanas en estabilizarme, y entonces caigo en la depresión con muchísima más intensidad que antes. En un intento de sentirme mejor y poder volver a hacer mi vida normal, puesto que ya no podía levantarme de la cama siquiera, mi madre me ayudó a conseguir hora en la clínica psiquiátrica de la universidad de Chile, que es de salud privada. Me atiende un psiquiatra experto, dice que todo lo que me habían hecho antes era clara negligencia, y me da un medicamento (que sí funciona, finalmente). La razón por la que mi cuerpo rechaza la sertralina es porque mi problema no tenía ninguna causa que llevara a la necesidad de ese medicamento, es más, lo empeora. La atención siempre fue cordial, amena y en lugares espaciosos, tranquilos. Siempre puntuales, por lo demás.  

El alto precio de las atenciones me impide continuar el tratamiento, por lo que pido que se me derive a un centro de atención pública nuevamente. Me informaron que existía una forma para optar a atención médica en un centro COSAM, que sólo tenía que pedir la hora en el consultorio. Jamás se me había dado esa información. Luego de pedir la hora en el consultorio, espero las dos semanas hábiles para que me llamen y… no pasa nada. Vuelvo al consultorio: mi solicitud nunca llegó a procesarse. Tengo que esperar dos semanas más. De mi atención en COSAM no puedo decir muchas cosas particularmente especiales, porque el lugar de atención es tan estándar como un consultorio. Soy consciente de que esto no es culpa de los profesionales que trabajan ahí, pero es una muestra de la importancia que da el Estado a la salud mental: ninguna. En una salita en la que apenas cabes tu y el doctor, blanca e inundada con el ruido fuerte de la avenida Vicuña Mackenna. Dejé de ir porque el doctor me pedía que viera sí o sí a la psicóloga, y a ella no parecía importarle nada más que anotar mis problemas en el computador y preguntarme cómo había estado mi semana, sin reaccionar a nada de lo que le dijera. Insípido, es todo lo que puedo decir al respecto. 

Es completamente necesario que pensemos el Chile del futuro incluyendo la salud mental. Gran parte de ello vendrá de cambios sociales, pero dignificar el tratamiento es más que sólo garantizar el acceso a la medicación: es tener profesionales verdaderamente preparados, mostrar empatía por el paciente, y generar un ambiente de protección y tranquilidad para quien esté siendo tratado. Esperemos que esto sea una realidad alguna vez.  

Ilse Mendoza

Amante de la literatura antigua y medieval, seguidora de Dionisio, fascinada por el caos. Nacida en Santiago, el invierno de 1996. Literata más teórica que práctica, estudió en la universidad Alberto Hurtado. Gusta de escribir cosas cortas, pero con impacto; la inspiración o no llega nunca, o llega mucha y de golpe. Colaboradora de la revista Diversas desde el año 2020.
ilsemendozapavez@gmail.com

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